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Pregón de la VII Feria Gastronómica de la Bahía

Publicado el Lunes, Septiembre 19, 2011 por Cosas de Comé

Texto completo del discurso pronunciado por el gastrónomo y escritor Manolo Ruiz Torres el 19 de septiembre de 2011 en San Fernando

El gastrónomo y escritor Manolo Ruiz Torres. Foto: Cosas de Comé.

Una Feria evoca inmediatamente momentos de fiesta, pero no deberíamos perder tampoco su sentido antiguo, directamente vinculado al comercio. Desde nuestros antepasados romanos, que cada ocho días dejaban sus labores del campo para venir a la ciudad a vender sus productos y a comprar o trocar lo que necesitaban, se ha utilizado esa palabra para nombrar ese intercambio de mercaderías. Las Ferias nacieron con el comercio, y ese encuentro que atraía a todas las gentes de las cercanías, festivo también porque interrumpía el trabajo diario, se ha utilizado siempre para hacer negocios, pregonar las leyes, hacer justicia o, incluso, para galantear a las damas, como ya cuenta Covarrubias, a principios del siglo XVII, que hacían algunos tenderos que dejaban franca su tienda a quienes les gustaban. Las ferias de ahora siguen siendo fiestas para relacionarse.

Hoy hay otros lugares para comerciar y todo está más disponible, pero es igualmente importante resaltar lo que de extraordinario y necesario supone este trabajo, que se hace siempre en una relación personal y directa. Los antiguos tenderetes de aquellas ferias agrícolas, montados apenas con algunos sacos o cajones y una tabla, se han convertido, hoy, en acogedoras tiendas que, en el fondo, quieren reproducir la confortabilidad y la seguridad del propio hogar. El comercio ha ganado, en estos siglos, en confianza y en trato personal. Hablo del comercio tradicional, vinculado a su calle y a su ciudad. De aquel comerciante que es reconocido por sus vecinos por su nombre, y ha compartido con ellos parte grande de la vida, y se juega la existencia en el éxito de todos. Hablo de los productos de la tierra, que mantienen esa vinculación con la vida de cada uno de nosotros. Los sabores de los potajes azafranados de la infancia, la textura de las sábanas de franela cuando llegaba el frío, el olor de los antiguos jabones de lavanda, el sonido de los cascos de cerveza donde llevábamos a casa el aceite comprado a granel, el color tizón de las sartenes de hierro que colgaban del techo de las ferreterías del barrio. Ese comercio se merece una feria, es decir una fiesta, para recordar la parte de nuestra propia identidad que le debemos.

ACOSAFE escogió, como hemos visto con tan buen criterio, llamar Feria a este encuentro entre comerciantes de la cocina isleña y su público, que cumple ya siete años. Su actual ubicación, en el hermosísimo Parque Almirante Laulhé, un jardín que nos recuerda aún la antigua condición campestre de buena parte del término de La Isla, permite trasladarnos un poco más a esas remotas ferias rurales, donde la tierra –mojada o sequerosa por el Levante- era el olor de fondo de la muchedumbre. Como festeja también una identidad isleña -es decir una identificación con la herencia de nuestros antepasados-, que la Feria venga organizándose alrededor del 24 de septiembre, día tan relevante para San Fernando y para España entera, cuando se reunieron en La Isla de León, por primera vez, las Cortes que habrían de darnos la primera Constitución de nuestra Historia.

Esta fiesta de la identidad isleña, que es también reconocernos con nuestro propio pasado, se hace a través de la comida. Reconocemos el mundo por primera vez con los sentidos. Al recién nacido todo le sorprende, pero esas primeras sensaciones le acompañarán siempre, y le tranquilizarán y le darán seguridad en lo que le venga. Para nosotros, la comida no es sólo repostar combustible para que siga funcionando la máquina sino, principalmente, un placer culto. En La Isla, en la Bahía entera, llevamos siglos aprendiendo a disfrutar cada vez mejor con la comida. Lo peor de la llamada comida basura no es tanto la calidad de sus ingredientes como que destruye el ritual de comer juntos. Ya empieza a no comerse a su hora sino cuando se tiene hambre, sin esperar a que los amigos, o la familia, nos acompañen. Se come a deshoras y en soledad, cada cual su pequeña ración, individual y momificada, para cumplir esa necesidad solitaria. Hacer una Feria Gastronómica es recordarnos que, en la Isla y en toda la Bahía, nos gusta compartir esa felicidad de comer. De tapas no se va uno solo, sino en familia o en pandilla. Los que empiezan a amarse comparten esa inigualable intimidad de comer juntos; y empiezan con algo tan poco comprometedor como unas tapitas. El comer juntos une mucho, porque compartimos algo que, en esencia, nos permite seguir vivos. Compartimos, sin exageraciones, nada menos que la vida.

Siempre ha sido así, comida para tomar en compañía. Incluso cuando las tapas no tenían ningún nombre, ya se daba de comer algo –un poco de queso, embutidos, un cucurucho de pescada frita- en los montañeses de La Isla y de Cádiz para poder seguir bebiendo en compañía, sin caer rendidos. Para algunos, la tapa se nombra así por derivar de la palabra etapa, o ración de campaña que se les daba a los soldados para comer, en una jornada andando, mientras marchaban a un nuevo destino u objetivo. Ese sentido de etapa como jornada permanece todavía. Decía quien fuera Intendente General del Ejército en 1810, D. Tomás González Carvajal, que etapa “es voz militar tomada del francés, que vale lo mismo que ración, y entre nosotros se ha solido usar con mucha variedad, llamándose alguna vez etapa un pedazo de queso con alguna galleta y un trago de aguardiente o vino, que se haya repartido a la tropa en día de fatiga”. Esa etapa también se comía en rancho, esto es, en compañía de otros soldados.

Lo que está probado es que su nombre antiguo fue el de “tacos”, que ya en el Diccionario Castellano de Terreros, de 1783, aparece como un “trago de vino”. La noticia más antigua de una tapa es gaditana. La da González del Castillo en su sainete “Los caballeros desairados”, publicado en Cádiz en 1812, aunque representado algunos años antes. Cuando el peluquero Tadeo ve, en casa del marqués de Campo Claro, una botella de Pajarete y un plato con comida, se sirve de ambos y se dice: “¿Con que queso / y nueces?. Una rajita / para que sirva de taco”. Estébanez Calderón le da, en sus Escenas Andaluzas, 1847, el mismo sentido de comida que acompaña al vino: “Toma este trago y este taco”. Y ya en el Nuevo Diccionario de la Lengua Castellana, de 1853, se define taco como un “bocadillo (pequeño bocado) que se toma o trago que uno bebe fuera de las horas de comida”.

Curiosamente ese taco siempre significó algo que, físicamente, tapaba algo. Para Covarrubias era el “tarugo con que apretamos alguna cosa” y para el Tratado de Artillería, que escribió el jerezano Tomás de Morla, quien fuera el Capitán General de Andalucía y Gobernador Militar de Cádiz que rindió la escuadra francesa en la Bahía, un año antes de reconocer como legítimo al rey José I Bonaparte, el taco es “el heno o esparto que se ponía sobre la pólvora en los cañones”. Como “taco” ha sobrevivido la palabra en México, llevada allí por los españoles, donde terminó designando a los “envueltos” de tortillas de maíz o trigo que encierran, enrolladas, diversos alimentos, tomados como tentempié o comida rápida. Más nos parece que el sentido de “tapar” algo de aquellos tacos fuera más figurado que físico: esa comida servía no tanto para cubrir el vino como para proteger de sus efectos. Las historias que nos hablan de esa rodaja –tapa- de embutido que cubrió, por primera vez, la copa de vino del monarca Fernando VII para que no le entraran las moscas, no dejan de incidir en lo mismo. Esa pequeña comida –una maritata en el habla gaditana de la Bahía- tapa y protege de los excesos del vino, porque lo satisfactorio no es beber hasta caerse muertos, sino ser capaces de aprovechar mucho tiempo la amistosa sociabilidad del vino para relacionarnos con los demás.

Pero decía que ganarnos la identidad es reconocernos en nuestro propio pasado. Quisiera que esta Feria rindiera, en esta edición, un merecido recuerdo a los comerciantes isleños de los siglos atrás. Los que hicieron feria antes que nosotros, con nuestra misma intención. Y, por concretarlos en un momento que fue tan importante como para albergar en nuestras islas gaditanas a la nación entera, en frase de Alcalá Galiano, permítanme recordar lo que aquí se producía y a algunos de quienes, durante el asedio francés, hicieron del comercio de vinos y comidas su vida propia y, desde esa especial trinchera de La Isla de León, le hicieron la vida más fácil a sus conciudadanos. Una palabra que, en español, se inventó aquí para el resto de España.

La población de La Isla, entonces, apenas ocupaba la mitad de su territorio. Pero, en lo urbanizado, ya sorprendió al arqueólogo francés Alexandre Laborde, que cuenta, maravillado, las casi dos millas de largo de la calle Mayor, destacando ya entonces su comercio, con “un gran número de tiendas de todas clases”. Un elogio importante en quien viajó por toda Europa Occidental. El resto era terreno de salinas, huertas, viñas, sequeros, canteras y dehesas para pasto y siembra que se extendían en todas las direcciones posibles hacia el mar. Este territorio apegado aún a las labores de la tierra lo dominaban dos colinas, la Torre Alta del Observatorio y La Yesería, que era como llamaban al Cerro de los Mártires, por su cantera de yeso. De la tierra isleña salió piedra ostionera para hacer enteras varias ciudades, pero también los chícharos, las garbanzas, las habas, las berzas de las huertas de Madariaga, de Olea, de la Nucha, de Ardila, del Pedroso, de la Casa Vieja, de Arneto, de Lilo, de Cobe, de las Anclas, entre tantas otras. Del manantial de la Casería de Ossio, llevada el agua en barcas, bebió todo Cádiz cuando el asedio le cortó el suministro de la que venía de El Puerto. Con esos ingredientes, la desproporcionada olla podrida bajó a la tierra de las realidades y se fue convirtiendo en nuestras berzas, como la de coles, que el libro Cocina Regional de la Sección Femenina señala como típica del día de los Santos en La Isla.

Las viñas de arena eran un cultivo antiguo en La Isla, del que se tienen noticias desde el siglo XVII. Daban esas arenas una uva de mesa, mollar, de sabroso gusto y tempraneras, para comer durante la virgen de Agosto. Y daban también el arrope, cociendo su mosto, para conservar en su melaza los melones y calabazas que esas mismas huertas producían durante el verano. Con ese arrope se endulzaban migas, comida de supervivencia entonces, y hoy un lujo que reclama un tiempo que no queremos darle a las cocinas.

En aquellos campos criaba en las dehesas y manchones de La Isla -como el que había en Torre Alta-, cierta ganadería, insuficiente para el importante consumo de carne de la época. El abasto del año en que las Cortes estuvieron en la Isla lo ganó la vecina Doña Tomasa Aguilar, viuda de D. Fermín de Ortega. Contando esos años de carne de un Sábado Santo al siguiente. Su oferta trajo a La Isla carnes de vaca, toros, bueyes, novillos, carnero y puerco fresco, en su temporada. Por las necesidades de la guerra se permitió también abastecer de carne de macho cabrío castrado, a diez cuartos menos que lo que valiera el carnero. Este abasto lo ganó otro comerciante isleño, don Jerónimo Muñoz. Pero en una cocina donde muchas veces sólo se podía comer sopa, el tocino llegaba a ser imprescindible. El abasto del tocino en rama, en 1809, lo ganó un sargento primero de las milicias, don Vicente García. Después se decidió que se vendiera de dos calidades, siguiendo el mismo comerciante trayendo las de calidad superior, desde el Condado de Niebla y de Ronda. En este recordatorio homenaje a aquellos comerciantes intrépidos que se arriesgaban a buscar esos productos en zona ocupada, destacar también a doña Ana Chavarría, que consiguió tocino de tinaja, y a don Antonio Macías de la Vega y a don Manuel Rodriguez, que trabajaron el tocino más económico.

Aunque la grasa que siempre prefirió La Isla es el aceite de oliva virgen, incluso el malamente virgen que se prensaba entonces, y que por aquí traía D. Antonio Díaz. Sin los freidores bicentenarios, como El Deán de la calle Real, no podría entenderse la vida cotidiana de comer con dignidad por la calle. Ya bastante bien habla de esta ciudad el que su plato fundacional sea el bienmesabe; con permiso de las tortillitas, que visten de traje de boda a los camarones.

Importante era el consumo de casquería que, en esos años, ganó también doña Tomasa Aguilar. Con el tiempo, vino disminuyendo el gusto por los mal llamados despojos de los animales. Ahora nos parece extraño cocinar las meolladas, los pies, los entresijos, la rodeadora o las jetas. Sólo los callos, tripas y la asadura de hígado sobreviven a los nuevos tiempos. Alguna vez alguien –seguramente el maestro Pepe Oneto- escribirá la importancia de la presencia de la Marina en la cocina isleña. Yo ya aprecio un trasvase, casi silencioso y de siglos, especialmente entre la cocina gallega y la de nuestro San Fernando. No es ajeno a ese mestizaje el permanente desplazamiento de marinos entre los dos lugares, o las innumerables parejas formadas entre originarios de uno y otro sitio. Por algo que no puede ser casualidad, sólo en el sur occidental de Andalucía –es decir, lo más cercano de la zona marítima- y en los alrededores de El Ferrol, se le echan garbanzos al menudo. Esa complementariedad, que parece obvia, sólo se da en esas zonas. Y, por extensión, la misma combinación ha producido, en los dos sitios, recetas de garbanzos con pulpo, con chocos o con gambas. Y no son, como veremos, los únicos ejemplos.

Durante varios siglos La Isla le puso la sal a las comidas de dos continentes, que de aquí se llenaban los barcos con lastre de sal que partían a América. Con esta sal limpia se hacían las mejores salazones y alguna nos volvió acá, curando los lomos de tasajo de la carne de vaca que en Las Pampas sobraba, y que aquí metíamos en tomate o en arroz. Ahora mismo algunos restaurantes isleños están recuperando esas recetas de principios del XIX, como el Macarena o los del grupo de Casa Miguel. Tampoco es nuevo el darle el valor que merece al pescado que se cría en los esteros. A mitad del siglo XIX, Madoz ya lo destacaba, como un comercio importante de La Isla, como un producto “sabrosísimo”. El estero mejora lo inmejorable, como una anguila, alimentada a base de crustáceos criados entre escamas de sal. Aunque nada resalta más la grasienta placidez de la vida de una lisa en las salinas que hacerla, en su momento tradicional de despesque, sobre una teja de barro entre brasas de sapina y salado blanco.

En el nutritivo cenagal de los esteros se crían langostinos concentrados pero breves como un postre, coquinas de fango, almejas del ojo que explotan en salitre y yodo al masticar su textura, humildes verdigones, ostiones poderosos, cañaíllas que esconden lo mejor en lo más oculto de su casquería, muergos que se deshacen en el paladar como un sorbete, bocas para hacer ellas solas una mariscada, ilustres camarones y los siempre vivos cangrejos, con su vocación de detener el tiempo. Había, entonces, abundancia y buen precio. A finales del XVIII, un Arancel firmado en La Isla, que fija que se pague ese impuesto, sorprende por las grandes cantidades de marisco que computan: las Bocas tributaban por cada millar cogidas y las almejas las contaban por seretes, un tamaño de espuertas. En otro Arancel, de 1808, se cobra al público, en el mercado, los ostiones por docenas y las almejas por cientos, a doce cuartos en los seis meses de la temporada de verano y a dieciséis en los de invierno. Es el género más barato de ese comercio, con el mismo precio que las sardinas, la morralla y los chocos. Y esos precios nos indican que ya eran un consumo muy popular entonces. No lo eran las algas, aunque estaban protegidas de las intrusiones de los barcos de pareja, como lugar de desove de los peces, pero tampoco es cuestión de cerrarse a los nuevos mercados y hay que celebrar lo que, desde La Isla está haciendo la joven empresa Suralgae y algunos cocineros isleños, como Miguel Ángel López Muñoz, para incorporar algas, con naturalidad, en tortillitas y en nuestros guisos marineros.

Ese pescado también se comía –y se come- en La Isla guisado con fideos. A mitad del siglo XIX en San Fernando había tres fábricas de fideos, una produciendo exclusivamente para venderlos en América. En esa curiosidad que citábamos antes, también en Galicia se comen hoy las almejas o algunos pescados con fideos, en recetas que parecen isleñas. También aquí se hacía, en pleno asedio, una empanada de chocos en su tinta, en fase de recuperación también, que todavía se realiza en tierras gallegas.

Pero, terminemos este recorrido por la tapa –que en ese tamaño de degustación se ofrecen todos los guisos aquí citados- con su otro compañero inseparable, el vino. Y permítanme que diga vino y no cerveza por defender, en lo que pueda, un producto tradicional que tiene medio vencida la partida ante el empuje refrescante de la cerveza. Entonces los montañeses, que servían vino y permitían la fiesta alrededor de él, hacían encaje de bolillos para cumplir, o no cumplir y que no los cogieran, el bando del horario isleño de cerrar a las nueve en invierno y a las diez en verano, con una hora más para servir comestibles y bebibles para llevar desde los postigos de sus tiendas. Y peor aún era impedir que, en esos festejos, no se mezclaran hombres con mujeres, como estaba prohibido. En la tienda del Arco se vendía amontillado, vino blanco, tinto, tintilla de Rota y Pedro Ximénez. En la tienda-taberna de Caneba se podía encontrar manzanilla de Sanlúcar, vino dulce de Málaga y el catalán peleón de entonces, el tinto de Carlón. En Las Cadenas, su encargado, Antonio Hidalgo, sólo vendía generoso. También en La Isla se fabricaron esos años aguardientes y licores –de clavo, de almendras, de naranjas- como los que le vendió Manuel de Caviedes a los navíos de guerra franceses antes de ser apresados.

A todos ellos, comerciantes de la alimentación y de la hostelería, los recuerdo ahora, para que no se olviden sus nombres ni la señal que de ellos permanece en el Archivo Municipal de San Fernando, prueba de que alguna vez vivieron en estas mismas calles. Ellos defendieron, hace doscientos años, sus negocios como parte de una cultura de alimentarse en sociedad. Esta cultura del beber y comer en compañía es todo lo contrario al ensimismamiento, a la tristeza o al abandono de quien bebe o come solo. Con los amigos o con la familia ni hay prisas ni nada es irrelevante, sino que forma parte de esa cultura nuestra de apurar los momentos felices en su condición de únicos. Ese vitalismo, aún crítico y responsable, es la esencia de nuestra cultura de lo cotidiano. Y, en la medida en que sea capaz de entroncar con nuestro propio pasado, conformará esa identidad tan necesaria para crecer y mejorar juntos. Para empezar, en esta Feria Gastronómica vamos a beber y a comer juntos, no los íntimos como es costumbre, sino toda la Bahía de Cádiz, que cabe entera por unos días en el Parque Laulhé, llegados aquí para hacernos, entre cada uno de nosotros, como en las antiguas ferias, trueques con los distintos rostros de la felicidad.

Manuel J. Ruiz Torres (gastrónomo y escritor, especialista en cocina del siglo XIX)

 

 

2 Respuestas
  • por Gabriel 13 Febrero 2013 en 9:04 am

    Magnífico pregón, don Manuel. Felicidades, gracias y un abrazo.

  • por ana ramos 15 Agosto 2012 en 9:19 am

    interesante e ilustrativo pregon

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